Todos los niños y niñas tienen una espiritualidad inherente que debe considerarse en una aproximación hacia sus necesidades del desarrollo, y en la búsqueda de su felicidad.
Por Carlos Andrés Rubio Blandón
Residente de pediatría y puericultura Universidad de Antioquia
y Juan Fernando Gómez Ramírez
Pediatra y puericultor
En la persona se identifican cinco grandes dimensiones: física, psíquica, afectiva, social y espiritual. En el presente artículo nos referiremos a la dimensión espiritual, tanto en su desarrollo como en su fortalecimiento.
Una manera sencilla de definir la dimensión espiritual hace referencia a aquellos aspectos de la vida humana relacionados con experiencias que trascienden los fenómenos sensoriales, es decir, que van más allá de lo físico, más allá de la percepción de los sentidos, es algo intangible, algo que no podemos ver, es esa energía interior que nos dirige la vida; esto queda plasmado en una frase de Joseph Joubert: “Cierra los ojos y verás”.
Todos los niños y niñas tienen una espiritualidad inherente que debe considerarse en una aproximación hacia sus necesidades del desarrollo, y en la búsqueda de su felicidad en el contexto de:
Una pregunta obligada es: ¿se debe ser religioso para adquirir espiritualidad? Se ha concluido que, aunque la espiritualidad se relaciona frecuentemente con la religión y la moral, puede darse perfectamente tanto en el creyente fervoroso como en quien no lo es; la espiritualidad no es exclusiva de nadie, está al margen de las ideologías, sean estas religiosas o materialistas. Es así como la espiritualidad se mueve más en la dimensión de las vivencias y no de las creencias ideológicas; es un concepto universal, trascendente, no es exclusiva de nadie, es lo que tienen en común personalidades como el Dalai Lama en la cultura oriental y el papa Benedicto XVI en nuestra cultura occidental; a diferencia de la espiritualidad, la religión es una experiencia humana condicionada a dogmas, ritos y códigos morales.
La opción de educar espiritualmente a un niño o una niña es una tarea fascinante para los padres y los demás puericultores, y, aunque no existen fórmulas universales para el cultivo espiritual, hay algunas orientaciones reflexivas que pueden ayudar mucho en este empeño.
El espíritu de un niño es espontáneo y único.
Con su inocencia, los niños pueden recordarnos una espiritualidad que es sencilla y muy original, y con su bondad, nos evocan creencias y valores esenciales.
Algunas actitudes parentales que pueden promover la espiritualidad en los niños en concepto de David Heller, un experto en esta temática, son:
Se va abriendo paso hoy la tendencia entre los expertos en crianza referente a promover y respetar en los niños sus momentos de silencio y contemplación, que se constituirán después en el germen de una sana introspección. Esto hace referencia a la capacidad de asombro de los niños frente a la naturaleza, pues ellos viven sintonizados con la vida y este contacto con ella les nutre el espíritu. Como muy bien lo describe Herman Hesse: “No solo me educaron mis padres y mis maestros. Me educaron también potencias más altas, más ocultas y más misteriosas. Fueron mis maestros, además, los árboles cargados de manzanas, la lluvia y el sol, el río y el bosque, las abejas, los peque- ños animales y el dios Pan”.
El inicio de la formación espiritual es muy discutido; algunos autores relacionan la adquisición de la formación espiritual con el nivel cognitivo del niño. Se sabe que nunca es demasiado temprano, inclusive desde los idearios afectivos preconcepcionales, desde que los padres empiezan a soñar o a prepararse para concebir un hijo. Durante la gestación, ciertas actitudes como ponerle las manos sobre el vientre, hablarle, decirle que se le ama, son señales de bienvenida para la formación de la autoconfianza que le servirá una vez nazca y para toda la vida.
En el recién nacido, la presencia activa, el acompañamiento y los cuidados higiénicos, el amamantamiento y el juego, entre otros, le brindarán seguridad y confianza básica; los niños desde muy pequeños son sensibles a su entorno, saben si se les levanta con ternura o con desdén, y, antes de aprender el lenguaje, saben si las voces o las miradas son amables, amistosas, bruscas o indiferentes.
En los preescolares, el acompañamiento de los padres o adultos significativos como modelos o ejemplos por seguir es muy importante, fundamentado en el ser y en el hacer, más que en el decir, pues el ejemplo arrastra, y, como afirma San Agustín: “Cantemos una nueva canción, pero no con nuestros labios, sino con nuestras vidas”.
En los escolares, por tener estos un mayor desarrollo cognitivo, empiezan ya a creer en algo que no ven, es decir, son más abstractos en su manera de pensar sobre la existencia de un ser superior.
Los adolescentes empiezan a cuestionar todo, inclusive la formación con la que fueron criados, viven la espiritualidad a su manera como una forma de búsqueda en la consolidación de su identidad, de su imagen y reconocimiento ante sus pares, y suelen presentar crisis de tipo espiritual o religioso que pueden ir desde el ateísmo más intransigente hasta el misticismo más fervoroso.
Desde antes del nacimiento la espiritualidad suele estar presente.
Para terminar, queremos compartir con nuestros lectores la descripción de unas situaciones de profunda espiritualidad que pasan desapercibidas en el diario vivir, descritas magistralmente por la pediatra italiana Iris Paciotti bajo el título de “Momentos mágicos” en su obra El amor creativo:
“Son instantes en los cuales se advierte la presencia de uno consigo mismo, son momentos de verdad en los cuales, de pronto, nos damos cuenta de que existe un color rojo cálido que tiñe las hojas del árbol delante del cual hemos pasado, a lo mejor durante años, sin siquiera darnos cuenta. Un momento mágico es escuchar con el corazón el canto de un viejo campesino que quema su rastrojo en el valle o a un verdadero artista que toca un instrumento. Vivimos un momento mágico cuando sonreímos por la loca carrera de un corderito hacia su rebaño, cuando acariciamos un cachorro calientito y confiado, cuando alzamos los ojos para darnos cuenta, con el alma, de la existencia de un cielo con arabescos de nubes rosas. Es mágico el momento cuando entramos a una iglesia donde resuenan las notas de una coral de Bach en las naves.
Son estos, instantes para hacer un alto. La carrera se detiene por un momento. Nos quedamos solos y desnudos, tal como somos, en el bien y en el mal, en la felicidad y en el dolor. Pero somos nosotros. Felices o asustados, sorprendidos o tristes, pero esencialmente nosotros. En esos instantes, uno tiene la fuerza para mirarse dentro de sí, para hacer las cuentas de su modo de vivir. Son instantes de luz”.